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    ISSN: 2386-6373

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    || Críticas | Cannes 2022 | ★★★☆☆
    Godland
    Hlynur Pálmason
    De hombres y hombrecillos


    Mariona Borrull Zapata
    75ª Festival de Cannes |

    ficha técnica:
    Dinamarca, Islandia, 2022. Título original: «Vanskabte Land». Dirección: Hlynur Pálmason. Guion: Hlynur Pálmason. Compañías productoras: Snowglobe Films, Join Motion Pictures, Maneki Films, Garagefilm International, Film I Väst. Dirección de fotografía: Maria von Hausswolff. Música: Alex Zhang Hungtai. Diseño de producción: Frosti Fridriksson. Montaje: Julius Krebs Damsbo. Intérpretes: Ingvar Eggert Sigurdsson, Elliott Crosset Hove, Vic Carmen Sonne, Jacob Lohmann, Ída Mekkín Hlynsdóttir, Waage Sandø, Hilmar Guðjónsson. Duración: 143 minutos.


    anexo| Cobertura del Festival de Cannes

    Godland nace como el apretón de manos que Dinamarca e Islandia toman, desde el cine, para hacer las paces con su pasado colonial. Coproducida por ambos países y dirigida por el islandés Hlynur Pálmason (Un blanco, blanco día), institucional y avalada, Godland se desliza por los raíles pulidos del cine académico europeo, debidamente agitado por el ingenio del realizador. La propuesta discurre sobre la fina línea entre la fórmula calculada y los giros engrasados, propios de las obras de bienquedar, y una vía alternativa, que nos lleva a tierras lejos de una topografía narrativa y estética de sobras manoseada. Por momentos, parecería que el director y guionista islandés puede despegarse de lo que sabe que debería ser su propuesta, moviéndose en cambio solo guiado por la intuición. Sin embargo, las ideas que irrigan el suelo narrativo de esta fábula no se precipitan con la suficiente fuerza o constancia como para que de allí nazca una película excelente. Volvemos, frustrades, a una butaca gastada por los años.

    Asumimos que la de Pálmason se construye como cuento moral por el esquematismo de sus cabezas protagonistas, que encapsulan universos enteros y que chocan como si no tuvieran otro remedio. Por un lado está Lucas (Elliott Crosset Hove), un joven cura danés quien, a finales del siglo XIX, cuando aún Islandia era una colonia, partió hacia la isla para fundar una misión. Diplomático pero cobarde y arrogante, el padre va a colisionar con su guía Ragnar (Ingvar Sigurdsson, el padre de Un blanco, blanco día), un tajante símbolo de la entereza humana. Sus mundos van a aplicarse presión bajo forma de roce, revelándose a través de tics y comas que nunca pasarían a ninguna Historia oficial, pero que son los que nos dibujan y separan de forma irremediable. Con los cielos blanquecinos del norte por fondo, por ejemplo, los surcos en la expresión de Lucas se marcan, perfilan las muecas del padre con más intensidad, casi como si fuera un personaje de tebeo. El joven ya encarna su propia caricatura a base de vahídos, quejas y tropiezos, que lo convierten en una gaita irascible; un ser pequeño y irrisorio. Todo lo contrario a Ragnar, aquel que conoce, escucha y negocia con la isla, apadrina a sus habitantes y se sostiene más cercano a la nobleza de una naturaleza virgen. Especie de Jeff Bridges con perrito adorable por compañero, el viejo islandés se desvela muy pronto como el simple «bueno de la película» o, por lo menos, el favorito del patio de butacas.

    Mirándolo de frente está ese hombrecillo danés que encuentra a Dios en la inmensidad de los paisajes de la isla y sus lugares indómitos, mientras trata de ordenar a los pequeños seres que la pueblan, sobre quien sí se le ha otorgado poder. Profesor del bigger than life, Lucas se pasea por el mundo con una cámara bajo el brazo, sacando fotos a quienes le acompañan, con plena intención de salvar su alma del paso del tiempo (de hecho, el subtitulado inglés de la película emplea la expresión «encontrar una imagen» para «sacar una foto»). Conseguirá su cometido: la película explica en su inicio que quiere recrear la historia detrás de una caja con fotografías que se encontró abandonada en medio de un páramo y que se fechó como la primera captura de imágenes realizada en tierras islandesas. La realidad en crudo es indiferente al pastor, quien demanda el rigor de un cadáver a sus modelos y se sorprende porque niñes y otres vírgenes de la ciencia fotográfica (primitiva, pero estandarizada) quieran jugar con el invento. Una niña posa de formas imaginativas sobre su caballo, de pie, de espaldas o tumbada, tanteando traviesa la paciencia de un cura empecinado en que (por favor) «se siente de forma natural» o, lo que es lo mismo, recta y seria. Como en Blanco en blanco (Theo Court, 2018), aun en clave baja –pues recordemos que esto es un apretón de manos institucional–, Pálmason concluye que la Historia puede retratarse solo tras una violación.

    Concluimos que al colono danés le falta el brillo humanista de Flaherty, o del propio Pálmason, para poner bien en escena a sus personajes. Aunque tampoco el cineasta esconde el ánimo pictórico de sus imágenes, que respiran desde un juego preciosista con la escala y la profundidad del cuadro. El pictoricismo nos calma, como si los ritmos vinieran dibujados por intervención divina. También la película juega a capturar la realidad ante sí, si bien elevando su propio artificio estético a la vista y para reconstruirse como una forma de entender y negociar con el mundo que tiene por delante. Pálmason, por ejemplo, entiende que su historia trata sobre cómo un hombre estúpido quiere allanar el mundo rocoso bajo sus pies, labrado con el poder volcánico, solo para acabar advirtiendo lo fútil de su empresa y el destino que espera a quienes desafían al orden natural de la tierra y sus habitantes. Por ello, el gran trazo de la película será el seguimiento lateral de los personajes, en largos travellings por el paisaje en horizontal, hacia la izquierda o a la derecha. Del diálogo entre la cámara y los cuerpos que la movilizan surge una coreografía que, según la naturaleza del terreno, a veces resulta fluida, a veces imposible. Tensada entre su propio movimiento y el de sus sujetos, la conquista del norte pende de las piernas torpes de un hombrecito y, por tanto, se descubre antiépica, relativa, dudosa.

    Otro travelling marcará un punto de inflexión en esta película-bisagra: desde el cuerpo derrotado del pastor, tumbado en el suelo de la isla, peinamos los paisajes que lo rodean en un movimiento lateral perfecto, cerrado. La naturaleza está diseñada desde el cine para ser bellísima, apabullante en su riqueza de colores y sonidos. Cuando volvemos al punto de inicio, sabremos desde lo más profundo de nuestro estómago que nunca Islandia pudo ser conquistada, no realmente. Sin embargo, como si no le bastara con llegar este conocimiento silencioso e impenetrable, Pálmason sigue grabando. Como si imitara a aquel pastor que quiso controlar el desorden natural divino y poner paz en donde ya la había, el guionista y realizador islandés decide explicar al pie de la letra la caída de su títere. Quizás por medio a dejarnos a nosotres en las riendas de su particular cuento, la película se enroca en una segunda mitad que retrata la obvia caída progresiva de un fundamentalista, un niño que nació para ser hombre, pero ante el mundo volvió a replegarse en su condición de hombrecillo. Un enano que no supo ver que, con lo que había, ya bastaba. ⁜


    por Emilio M. Luna / mayo 26, 2022

    «Godland» | Crítica

    por Emilio M. Luna | mayo 26, 2022
    || CRÍTICAS | FESTIVAL DE LAS PALMAS 2022 | ★★★★☆
    Geographies of Solitude
    Jacquelyn Mills
    Mapa de una caricia


    Javier Acevedo Nieto
    21º Festival de Las Palmas |

    ficha técnica
    Canadá, 2022. Título original: «Geographies of Solitude». Dirección: Jacquelyn Mills. Guion: Jacquelyn Mills. Productores: Rosalie Chicoine Perreault, Jacquelyn Mills. Fotografía: Jacquelyn Mills. Montaje: Jacquelyn Mills. Intervenciones: Zoe Lucas. Duración: 103 minutos.

    ¿Qué es lo más solitario que recuerdas? Un tiempo en el que no había nada que cubriese la soledad: las olas refrescan la soledad igual que el viento mueve la arena; cuando la marea baja y suben las estrellas, vuelve la soledad. Limpiar el plástico en medio de las dunas. El ulular del aire que silba entre los esqueletos de los animales y la hierba que crece en las mismas cuencas de los esqueletos. La absurdez de los fines de semana, actualizar la base de datos de Excel para sentirse normal. No sentirse extraordinaria, volver al principio: perder la sensación de ser de esas personas que se quedan pensando al salir del trabajo. Que nada se parezca a algo que has leído; las conversaciones con la persona que lleva la cámara, el tiritar de los espejitos que cuelgan sobre la cabeza, la luz del sol que te recuerda a aquellas olas, aquellos días.

    40 años después, en la isla Sable (una legaña cerca del rostro del Canadá), la investigadora Zoe Lucas continúa recordando su soledad. En el cielo estrellado, tan inmenso que hiere la mirada, Lucas proyecta toda su cosmovisión científica: registrar cada muerte, cada plástico moribundo en la orilla, cada cadáver de caballo, todos y cada uno de los cambios en la inmutable isla; todo con el fin de asegurar la vida.

    A veces, hay películas que instauran su propia visión del mundo. Clarean, furibundamente, un universo temático y referencial que solo puede aprehenderse en el contorno mismo de la película, nada existe más allá de ella. Geographies of Solitude se abre a la mirada de manera inmanente: las imágenes que crea son tan inamovibles de su tablerito de lágrimas de sirena y viejos huesecillos, como las estrellas del cielo. Jacquelyn Mills está enamorada de Zoe Lucas y este tipo de amor (casi una plegaria de rezo cariñoso, en abrazos, nada de manos cerradas) se ve, se escucha y se acaricia en la textura de cada fotograma. Los 16 milímetros acogen este amor y juegan con él. Mills empapa la película con algas, agua marina y polvo de huesos para visualizar la imagen del paisaje de la isla. En otros momentos, el revelado de la película es una mezcla de heces, hierbas y sal. Este ecosistema de la imagen evoca, en manualidades analógicas y experimentales, la caricia de una mujer a una isla.

    El espectador no necesita mucha más contextualización para este viaje. Es una película que moja la oreja. En ella hay una fusión de horizontes. El crítico H.G Gadamer usaba el concepto para hablar de la conexión entre el contexto referencial y cultural del receptor y la contextualización de origen del texto. Afirmo que en Geographies of Solitude hay una soldadura sin mácula entre la película y el espectador; una tan perfectamente soldada (en cada juego con el negativo y en cada chasquido de registro sonoro) que no se sabe dónde empieza la mirada y dónde termina la visión: ecosistema que aclara los sentidos. La cámara es una niña que juega con todo.

    Esta geografía también se oye. Dicen que la música acusmática, esa que se escucha sin un apoyo visual determinado, viene de las enseñanzas de Pitágoras, quien enseñaba a sus estudiantes los fundamentos del sonido y el desarrollo del oído mediante la escucha de sus lecciones detrás de una cortina. Mills es una gran maestra y graba una soledad acusmática. Con micrófonos de contacto escuchamos el crujir de la madera, con conversiones sonoras oímos la música creada por el repiqueteo de los pasitos de un insecto en una hoja, con paciencia nos enseña la música que contiene el infinito en la caída de una gota de agua. Nuestra única cortina es el manto celeste, las dunas sedimentadas frente a la lente o la manta de patrones de rocío dibujada por la hierba. Qué reconfortantes son, entonces, las películas que todavía pueden enseñarnos a ver y escuchar.

    Geographies of Solitude acerca la línea de horizonte al cuello del espectador. Almidona con mimo sus imágenes, que se relamen en las olas mientras nos llenan los pies con arena para que dibujemos surcos en sus contornos. No hay nada más grande, por pequeño, que el sacrificio amable de una persona entregada al cuidado de una isla. El humo en su memoria adormece lo que podría haber vivido y, en su lugar, Zoe Lucas y Jacquelyn Mills enseñan todo lo que ha sido. Por solitaria, Lucas inventó la compañía y Mills nos la hace imaginar. ⁜


    por Emilio M. Luna / abril 27, 2022

    Geographies

    por Emilio M. Luna | abril 27, 2022
    || CRÍTICAS | en FILMIN | ★★☆☆☆ ½
    The Beta Test
    Jim Cummings, PJ McCabe
    Un protagonismo poco fiable


    Ignacio Navarro Mejía
    Madrid |

    Estados Unidos y Reino Unido, 2021. Título original: «The Beta Test». Presentación: Festival de Tribeca 2021. Dirección: Jim Cummings y PJ McCabe. Guion: Jim Cummings y PJ McCabe. Producción: Vanishing Angle / DiffeRant Productions / Songs of Rigor Films. Fotografía: Kenneth Wales. Montaje: Jim Cummings. Música: Ben Lovett. Diseño de producción: Charlie Textor. Dirección artística: Olivia Ferguson. Vestuario: Stephani Lewis. Reparto: Jim Cummings, Caroline Gaines, PJ McCabe, Wilky Lau, Olivia Grace Applegate, Jacqueline Doke, Jessie Barr. Duración: 93 minutos.

    Los agentes de Hollywood son gente despreciable. Al menos así se desprende de muchos testimonios de quienes trabajan en dicha industria, así como de las descripciones o caricaturas que de este mundillo se han llevado a la literatura o a la gran pantalla. Son gente sin escrúpulos, que para sus estrategias de venta viven de la apariencia y de la mentira, y que mercadean con sus clientes como si fueran objetos medidos por su diseño y su importe, que alardean de sus conquistas cinematográficas aunque quedan fuera de todo proceso de producción de la película, y que sacrifican relaciones personales y auténticas para priorizar un empleo que se basa en otro tipo de relaciones, las que no van más allá del interés económico. Con todo, siguen siendo seres humanos. Y este resumen de sus características no es sino una simplificación parcial, hasta injusta, de lo que puede ser un agente. Cabría pensar entonces que una película centrada en uno de ellos sacara a relucir ese componente humano, esto es, empático y sensible, para que el espectador pudiera identificarse al menos en parte con el devenir del protagonista. Procede detenerse en este punto porque algunas películas cuentan con un personaje principal negativo, pero normalmente ese antagonismo está mitigado, o compensado por la presencia de otros personajes que, aunque sean secundarios, proporcionan un asidero más fácil al espectador. A partir de ahí, este podrá tomar partido en su decisión de si desea el triunfo o la derrota del personaje principal en cuestión.

    En The Beta Test, al menos en la primera parte de su metraje, nos encontramos con una excepción de lo anterior. El protagonista es uno de estos agentes de Hollywood, y es en efecto un hombre totalmente despreciable. Tiene un comportamiento errático basado en la arrogancia y el egoísmo, sus gestos generan desconfianza y su forma de hablar resulta violenta e incómoda. Y, aunque tienen cierta presencia su mejor amigo, compañero de profesión; o su prometida, esta a priori de rasgos más positivos, estos personajes parecen inicialmente quedar al margen de la narración. Esta se centra en ese protagonista, y adopta de hecho una perspectiva subjetiva, pues no nos presenta al individuo como alguien que debamos juzgar desde fuera, sino que el guion y la puesta en escena están construidos en torno a su persona: de ahí el dominio de sus expresiones, el montaje en ocasiones tramposo, o los propios encuadres reveladores de su psique. No es casual que Jim Cummings, el actor que lo interpreta, sea también el codirector, coguionista y montador de la película. Por tanto, al espectador no le queda más remedio, aunque sea a regañadientes, que compartir sus experiencias, pero no le resulta sencillo inclinarse en esa balanza por la que se le pueda desear el bien o el mal. La propia naturaleza negativa del personaje nos llevaría a posicionarnos en su contra, pero esa estructura subjetiva, en cierto modo unipersonal del filme, además de fragmentada y casi anárquica, dejaría huérfana su historia si optáramos por condenar de primeras, en lugar de compartir, tales vicisitudes personales.

    En pocas palabras, en la primera parte del metraje de esta película, la posición del espectador es difícil, porque el protagonista resulta sin duda despreciable, pero no hay otros elementos por los que se pueda tomar partido. Esto se debe también a lo peculiar de una trama basada en el adulterio que cometen este y otros sujetos, al recibir invitaciones anónimas para encontrarse con otra persona desconocida en una habitación de hotel. Esas invitaciones las cursa una aplicación informática basada en algoritmos para encontrar a la media naranja de cada uno de sus usuarios, si bien estos desconocen inicialmente que son partícipes de tal experimento. En cualquier caso, la explicación tecnológica detrás de ese adulterio, sobre el que gira verdaderamente el conflicto dramático, es de desarrollo confuso y exposición tardía, por lo que, como decíamos, mientras tanto la cinta impone un visionado donde el escepticismo predomina sobre la conformidad. Más que de la historia en sí, uno puede entonces disfrutar del acabado técnico, que desde su primera secuencia logra una atmósfera turbia y sugerente, arrancando con la noche de Los Ángeles, y culminando este prólogo en un estallido de violencia brutal. Con todo, la crudeza que se puede pensar que va a definir The Beta Test se ve trastocada enseguida por una banda sonora donde la suavidad de las melodías remite a una estilización de la violencia menos efectiva y rompedora.

    por Emilio M. Luna / abril 02, 2022

    Beta Test

    por Emilio M. Luna | abril 02, 2022
    || CRÍTICAS | ★★★★★
    Leto
    Kirill Serebrennikov
    El primer y el último verano
    José Martín León |
    Madrid

    Reino Unido, 2021. Directora: Clio Barnard. Guion: Clio Barnard. Productora: Tracy O'Riordan. Producción: BBC Films, BFI Film Fund, Moonspun Films. Montaje: Maya Maffioli. Música: Harry Escott. Fotografía: Ole Bratt Birkeland. Reparto: Adeel Akhtar, Claire Rushbrook, Ellora Torchia, Shaun Thomas, Natalie Gavin, Mona Goodwin, Krupa Pattani, Vinny Dhillon, Tasha Connor, Macy Shackleton. Duración: 95 minutos.
    Un grupo de jóvenes corretean por un bosque hasta llegar a una playa. Se diría incluso que flotan, elevados por la luz que brilla solo en el esplendor de la vida. Allí, cerca del mar, unos se bañan, otros improvisan juegos en la arena, algunos tocan la guitarra y cantan; todos fuman y beben con gozo, seguros de su inmortalidad. El líder de la pandilla es Mike Naumenko (el músico Roman Bilyk, en su debut cinematográfico), cantante y compositor de Zoopark, una banda de rock de moda en el Leningrado de principios de los años ochenta. Hasta él se acercan Viktor (Teo Yoo) y Lenya (Filipp Avdeev), dos músicos noveles que quieren tocar unos temas ante su ídolo. Aún no lo saben, pero ese será el primer verano de Viktor y el último de Mike. En tanto fuerzas creadoras, la estrella ascendente del alumno cegará la estrella descendente del maestro. No habrá sin embargo lágrimas en la despedida. No cabe dolor ante el paso de las estaciones.

    Esta secuencia sintetiza de manera brillante la propuesta de Leto, biopic que narra los inicios en la escena musical de Viktor Tsoi, fundador de Kino, una de las bandas más influyentes en la historia del rock soviético. Filmada en delicado blanco y negro, la película emplea la relación entre ambos músicos para reflexionar sobre la belleza y la fugacidad de los momentos únicos. Esos de los que no se tiene consciencia hasta que se han perdido, y uno mismo con ellos. Orillados en la playa, Mike y Viktor intercambian canciones ante la mirada cautivadora de Natasha (Irina Starshenbaum), la esposa de Mike. Es un instante mágico, de una belleza arrolladora, pues Natasha, como la luz del crepúsculo que abraza el paisaje, se aleja progresivamente de Mike para acercarse a Viktor. Ni puede ni quiere evitarlo. Descubre en el joven el ruido y la furia que su marido, y acaso ella misma, ya no tienen. Aproximándose a Viktor, lenta e inexorablemente, trata de absorber un brillo y un aura olvidados. La atracción, escribió Jung, es la más visible de las pasiones invisibles.

    Este recurso estético expresa también la esencia narrativa del director y coguionista de Leto, Kirill Serébrennikov, cuya filmografía destaca con voz propia en la Rusia de la era Putin. El psiquiatra desesperado de Ragin (2004), la madre doliente de Yurev den (2008), los amantes desbordados de Traición (Izmena, 2012), el estudiante atormentado de (M)uchenik (2016) y, aquí, el trío formado por Mike, Viktor y Natasha no son sino personajes de una misma novela río que habla por lo común de pérdidas y frustraciones. Quizá sea esto lo que tanto molesta a Putin, empeñado desde hace años en perseguir y arrinconar a un cineasta que se ha manifestado abiertamente contra él y la Iglesia ortodoxa rusa en cuestiones como la anexión de Crimea o la persecución de los homosexuales. Si (M)uchenik, premiada en Cannes, fue su respuesta al fanatismo religioso, Leto podría entenderse fácilmente como una denuncia del ejercicio autoritario del poder político. En este sentido, hay muchos y evidentes paralelismos entre la vieja Rusia soviética que describe la película y la nueva Rusia zarista de nuestros días. El control y la represión solo han cambiado de rostro (y moneda).

    Лето, Kiril Serébrennikov.
    Una carta de amor a aquellos que amamos y dieron sentido a nuestras vidas.

    por Emilio M. Luna / diciembre 28, 2021

    Leto

    por Emilio M. Luna | diciembre 28, 2021
    || CRÍTICAS | ★★★★☆
    The Cathedral
    Ricky D'Ambrose
    Patrimonio
    palabras:
    Óscar Brox |
    Valencia

    Reino Unido, 2021. Directora: Clio Barnard. Guion: Clio Barnard. Productora: Tracy O'Riordan. Producción: BBC Films, BFI Film Fund, Moonspun Films. Montaje: Maya Maffioli. Música: Harry Escott. Fotografía: Ole Bratt Birkeland. Reparto: Adeel Akhtar, Claire Rushbrook, Ellora Torchia, Shaun Thomas, Natalie Gavin, Mona Goodwin, Krupa Pattani, Vinny Dhillon, Tasha Connor, Macy Shackleton. Duración: 95 minutos.
    «Para nuestra familia,
    los vivos y los muertos».

    Históricamente, la columna vertebral del cine norteamericano es el retrato de familia. A través del género, por ejemplo, anotamos la descomposición de las estructuras sociales (así lo hizo notar el crítico Robin Wood a propósito de La matanza de Texas [The Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hooper, 1974]); a través de la imagen, su atomización e insignificancia, la obstinada necesidad de trazar líneas de luz, filmar sombras y silencios para capturar lo que, en esencia, es el recuerdo de una mirada infantil en pleno proceso de construcción del mundo (y aquí pienso, una y otra vez, en el cine de Terrence Malick). A través de la palabra, toda una literatura que la ha conjugado la épica, el estudio psicológico, el retrato íntimo y las relaciones políticas, económicas y sexuales. Visto así parece que siempre hay motivo para sentirse tentado por llevar a cabo un retrato del padre, la madre, el árbol genealógico o el tiempo suspendido sobre lo cotidiano. Quizá porque no hay nada especial en ello y, sin embargo, todo resulta que se entiende mejor. Que parece, en definitiva, más humano.

    Con The Cathedral sucede que Ricky D’Ambrose elige lo obtuso antes que lo obvio. Casi sin tiempo para reaccionar, lo primero que percibimos es el plano, el corte y el montaje. La ráfaga de imágenes estáticas, casi viñetas, que desarman toda esa calidez familiar para mostrar con precisión de entomólogo sus entresijos. En muchos momentos, simplemente, importa el punto desde el que se observa, la colección de ángulos y rincones desnudos, más o menos intrascendentes, a los que la cámara de D’Ambrose concede una tonalidad dramática. Sería fácil de explicar si pensásemos en una colección de recuerdos de nuestra memoria infantil, sin orden ni concierto ni jerarquías, en los que la atención nunca está en el lugar que creemos. O que queremos. No está en el drama del divorcio paterno o en las tensiones con la familia política, en las enfermedades, el amor o el aburrimiento de una vida laboral mediocre. No está, a secas. Y la cámara permanece quieta enseñándonos esa incomodidad, el sentimiento estético de hablar de un lugar desde lo poco que queda de la infancia en él. Por ejemplo, en esa escena en la que D’Ambrose toma una de tantas fotografías familiares —la de sus tías— para puntear cada uno de los elementos del paisaje hasta alcanzar ese detalle que pasa desapercibido y, sin embargo, delata una presencia.

    Para un espectador de The Cathedral, la palabra presencia puede resultar chocante. No en vano, su principal responsable descompone en todo momento el plano, el cuadro, hasta atomizar a sus personajes en una imagen que pensaríamos desgajada del relato. Hay una voz, la del narrador, y una historia que se construye alrededor de una década, pero lo que nosotros vemos es más el esfuerzo que la construcción. La tenacidad con la que D’Ambrose trata de hacer hablar a sus recuerdos, a sus lugares, a rostros que podrían serle familiares por mucho que ahora nos parezcan fantasmagóricos. Presencias. También ausencias, la que marca el padre con su divorcio, sus continuos fracasos en la vida y esa mezquindad con la que habla de una familia que se le ha resbalado entre los dedos. O entre corte y corte de plano. Y recuerdos, que resultan más afilados a medida que su director encadena las veloces transiciones en la edad del protagonista infantil. Dicho así, The Cathedral versa sobre el recuerdo de una familia, su niebla y sus sombras, el vacío con el que el tiempo ha derrochado cualquier momento divertido, cualquier palabra de amor, de ternura o de intimidad. Lo vemos cada vez que su director contrapone al relato las imágenes de Norteamérica desde la euforia yuppie de los 80 a la angustia del nuevo milenio. Bueno, o a la indiferencia. Es como si todo perdiese textura, color, carne, para dejarnos ver el esqueleto. Lo más elemental: la historia de ese matrimonio que se descompone y la mirada del hijo que intenta retratarlo a través de una intimidad que le resulta cada vez más desconocida. Casi extraterrestre. Porque solo quedan imágenes, espacios vacíos, fotografías que crepitan en la pantalla mientras una voz escarba en ellas en busca de sentido.

    por Emilio M. Luna / diciembre 23, 2021

    The Cathedral

    por Emilio M. Luna | diciembre 23, 2021
    || CRÍTICAS | ★★★★☆
    The Cathedral
    Ricky D'Ambrose
    Patrimonio
    palabras:
    Óscar Brox |
    Valencia

    Reino Unido, 2021. Directora: Clio Barnard. Guion: Clio Barnard. Productora: Tracy O'Riordan. Producción: BBC Films, BFI Film Fund, Moonspun Films. Montaje: Maya Maffioli. Música: Harry Escott. Fotografía: Ole Bratt Birkeland. Reparto: Adeel Akhtar, Claire Rushbrook, Ellora Torchia, Shaun Thomas, Natalie Gavin, Mona Goodwin, Krupa Pattani, Vinny Dhillon, Tasha Connor, Macy Shackleton. Duración: 95 minutos.
    «Para nuestra familia,
    los vivos y los muertos».

    En un único plano, el que abre la película, la cámara baja las escaleras del metro de Berlín y atraviesa sus andenes. Todo es inequívocamente contemporáneo, como si hubiera salido a grabar un día cualquiera: la decoración, el vestuario de los figurantes, la propia cámara en mano y su textura digital… Pero, cuando el plano vuelve a salir al exterior, sin corte de montaje, nos encontramos de pronto en la Alemania de 1931. La aparición de un puñado de figurantes con trajes de época y unos carteles del Partido Nazi en las paredes bastan para construir la ilusión. Acabamos de atravesar un túnel del tiempo.

    La película no abandona desde entonces la ambientación histórica, pero este cortocircuito inicial basta para que quede suspendida justo al borde de su credibilidad. Como si Graf nos estuviera invitando a buscar continuamente dónde podemos localizar algún anacronismo. Además, uno de los límites que se impone es no emplear planos paisajísticos. Los encuadres tienden a la cercanía con los sujetos y a recortar puntos de fuga, de modo que la reconstrucción de la República de Weimar se sostiene por pequeñas estampas. Rincones de las calles e interiores salpicados de vestuarios y coches de época. Poco más.

    Todo ello tiene un efecto determinante en el fuera de campo. Ante la mayoría de las escenas, uno no puede evitar la sensación de que, si se nos abriera un poco la vista del cuadro, nos descubriríamos en la realidad y los ritmos del Berlín actual. A lo que contribuye la absoluta heterogeneidad de una imagen antinostálgica, rabiosamente actual: la mentada cámara en mano, angulaciones tortuosas, iluminaciones nada ortodoxas, cambios del formato digital al Súper 8 en una misma escena, un montaje agresivo —Graf puede dar un corte brusco entre planos o bien, como en la apertura, trabar discontinuidades temporales sin cortarlos—…

    Graf también emplea una anticipación narrativa que trasciende al relato mismo. Los carteles del Partido Nazi y el año 31 nos anuncian la catástrofe por venir. Cuando Kästner escribió la novela estaba tan a ciegas como su protagonista al respecto, pero aun así intuyó un fatalismo ambiental que traspuso a los infortunios de Fabian. Añadiendo al dispositivo la consciencia histórica que nos da ver las cosas desde 2021, Graf encapsula a Damian no entre un presente hosco —un país con el desempleo y la inflación disparados— y un futuro vagamente amenazador, sino que invierte los términos. Lo incierto, lo que se nos escurre de entre los dedos, es su presente; mientras que la mayor certeza es el futuro bajo el nombre de Adolf Hitler. Al sumar este otro elemento al fuera de campo, lo que tenemos es una fusión entre consciencia histórica y contemporaneidad rotunda, un no-tiempo que a la postre toma el nombre de fatalidad. Un fuera de campo que, puesto en relación con Fabian, lanza la pregunta esencial. ¿Vale la pena sobrevivir para presenciar la Historia?



    Versión en alemán


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / Madrid



    * | Una sección auspiciada por el Goethe-Institut Madrid, institución pública cuya misión es promover, divulgar y promocionar el conocimiento de la lengua alemana y su cultura. |

    por Emilio M. Luna / diciembre 13, 2021

    Fabian: Going to the Dogs (Dominik Graf, 2021)

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